Me llamo Imelda y siempre tuve un sueño

Por Eric Lemus | Revista Espacio

Criminalizadas por un sistema judicial que no tolera ningún tipo de aborto, las mujeres que padecen emergencias obstétricas en El Salvador acaban por ir del hospital a la cárcel acusadas por homicidio agravado. Amas de casa, empleadas domésticas, obreras, campesinas, meseras, menores de edad, la lista de acusadas criminalizadas por la pobreza es larga. La legislación es implacable contra cada una de ellas. El siguiente relato recoge la vivencia de una menor de edad víctima de abuso en su propia casa y luego perseguida por el Estado, que nunca le brindó la atención que debía. Aun así, la joven tiene la capacidad de perseverar al margen de los obstáculos que se presenten. Sin su valentía no podría sobreponerse.

Tuve una emergencia obstétrica y lo que pasa en El Salvador solo sucede con las personas pobres. Soy una sobreviviente de las 17 y más. El día que todo pasó me dieron unos dolores en el estómago. Me dieron ganas de ir a hacer mis necesidades y fui a la fosa de mi casa y ahí fue donde sucedió. No alcancé a sentarme en la tasa. Sentí que se me desprendió algo del estómago. Y de ahí me quedé sangrando. Me desmayé. Después no recuerdo mucho. Cuando vine a despertar ya estaba esposada a la cama del hospital. No entendía por qué estaba esposada. Mi pregunta era porqué estaba esposada.

La doctora me preguntaba qué había hecho la criatura, por qué la había matado, yo me quedé impactada.

—Yo no he hecho nada —le decía a ella.

Entonces ella llamó a la policía y me acusó de homicidio agravado.

Eso sucedió a las cinco de la tarde y como a las siete de la noche estaban los bomberos y los soldados en mi casa abriendo la fosa rescatando el feto.

Como a las nueve de la noche ya estaba en el hospital donde le hicieron exámenes y salió todo bien porque no tenía lo que ellos llaman huella, que significa que no tenía mis huellas digitales en torno al cuello. El examen es para ver si yo había querido matarlo. Y no había nada, pero como la doctora antes me había acusado llegué a audiencia por ese delito que se llamaba homicidio agravado. Al inicio no entendía esas palabras, pero, a medida fue informándome, supe que esa acusación iba a cambiar mi vida por completo, mi sueño de lograr estudiar en la universidad y convertirme en profesional, y lograr superarme todo lo que había vivido en la casa hasta ese momento. Caí en una inmensa tristeza y no quise hablar con nadie.

—¿Por qué homicidio agravado si no hubo ningún muerto? —me preguntaba.

Estuve en el hospital un mes porque tenía anemia profunda, infección en las vías urinarias, y en ese proceso de recuperación fui a una audiencia. Pero no tenía abogados. Me pusieron un abogado de oficio y la jueza también repetía que era homicidio agravado porque yo había matado a la criatura. Homicidio agravado. Esas palabras... Yo siempre insistí en cuestionarlos.

—¿Por qué si yo no había matado a nadie?

La jueza tenía los exámenes que le habían hecho a la criatura donde se veía que no tenía mis huellas, pero insistió. Para ella yo era una homicida. Así de simple. Sin ni siquiera indagar acerca de lo que yo vivía.

Entonces quedé impactada porque no hallaba cómo reaccionar en esa situación

En el hospital les pregunté a los policías que me custodiaban qué quería la jueza y ellos me miraban con desprecio.

—Si sabes lo que hiciste, ¡¿para qué querés una explicación

—¿Homicidio agravado? —preguntaba a los policías y me ignoraban.

Me deprimí y tenía mucho miedo.. No quería visitas, había pedido que quitaran todo, la mesa, las sillas. Pero un día entró una tía. No sé cómo lo hizo, pero fue ella quien me dio valor para que les contara a las personas de la Colectiva Feminista lo que yo había pasado. Yo estaba desconfiada porque cuando les conté a los policías, ellos no me creyeron porque veían que esa persona llegaba a preguntar pues supuestamente estaba pendiente de mí. Pero no entendían que la intención de esa persona era que yo guardara silencio. Yo tenía mucho miedo.

Un día que llegaron las abogadas de la agrupación fue que hablé acerca de lo que me había pasado desde que era una niña, desde los 12 años. Estaba traumada. Pero les conté que mi sueño era salir adelante, estudiar, llegar a la universidad para luchar porque otras jóvenes y niñas no pasaran lo que sufrí.

Ellas me dijeron que tenía que contar punto a punto lo que había pasado con esa persona. No entendía lo que me estaban pidiendo y reclamé por qué.

Es bien increíble que alguien me pidiera eso —pensé— porque para mí era duro hablar de esto; pero, ellos fueron pacientes explicándome, así en un momento lo logré y les conté qué era lo que me sucedía desde cuando era una niña. Ellas me ayudaron a entender que nada de eso era mi culpa como decía esa persona.

Cuando salí del hospital me trasladaron a las bartolinas de Usulután y tuve que vivir lo que sufren las mujeres acusadas como yo. Somos las personas más criminalizadas en el país. Al llegar a la bartolina o a la entrada de la prisión son las mismas custodias las que gritan...

—¡Mata niños! ¡mata niños! ¡mata niños!—corren la voz.

Así es como las reclusas se dan cuenta y no tienen piedad contra las acusadas. El trato es cruel contra nosotras. Yo me armé y pensé que debía salir adelante. No me iba a dejar vencer. Iba a pelear por mi sueño.

En la segunda audiencia se fue descubriendo que a mí me había pasado algo más. Siempre me daba miedo decir lo que me había sucedido cuando yo era una niña.

Después de seis meses en las bartolinas de Usulután me trasladaron al penal de San Miguel donde pasé un año y seis meses. En la cárcel a las demás compañeras las “corregían”, que significa que les daban una paliza cuando las otras reas quisieran. Allí las golpean con trapeadores, con tijeras, a patadas, con lo que haya.

—Si pudiste matar una criatura, ¿cómo es posible que no podás aguantar esto? —dicen las reclusas y siguen torturando ante la mirada indiferente de las custodios.

A raíz de que las custodios gritaron en el portón de la entrada mi acusación fue que conocí a tres detenidas. Uno ahí adentro no sabe qué hizo zutana o mengana. Pero en nuestro caso sí es diferente. Nos apartan. Nos rechazan y nos agreden. Vivíamos revueltas en un solo sector con 500 personas donde lo único que nos dividían eran los catres, las hamacas y las cuevas, que están debajo de los catres. Los catres y las hamacas son para las personas penadas que llevan años en prisión, en cambio, las cuevas las utilizan las procesadas recién llegadas. Ahí estuve hasta que tuve suerte que le concedieron la libertad a unas reclusas, así que quedaron libres cuatro hamacas. La mujer que estaba encargada del sector se fijó que, aparte de que yo era la más jovencita, era apartada, no busqué problemas, iba a los talleres de aprendizaje de oficios, no tenía tatuajes y era de buena conducta, así que decidió darme una hamaca.

Si alguna se acercaba, al ratito se reía por lo que yo les decía: voy a cumplir mi sueño de estudiar en la universidad.

En total, estuve detenida dos años y seis meses.

La programación de la última audiencia fue difícil porque la suspenden por cualquier motivo. Decían que a veces era porque no había carro, que la jueza cancelaba por enfermedad, que hubo un problema de esto o de lo otro, en fin… Fue difícil que me programaran.

Así llegó el 23 de diciembre de 2019. Recuerdo que la fiscalía pedía 30 años de prisión por homicidio agravado. Yo seguía preguntando por qué si la criatura vivía y la tenía mi mamá.

Si no había ningún muerto ¿por qué me acusaban de homicidio?

Entonces me cambiaron el delito por “abandono y desamparo de persona en perjuicio de una menor de edad”, que era tres años de prisión y yo tenía dos años y seis meses de estar detenida. Entonces ya cumplía la pena por ese delito. Entonces mis abogadas me dijeron que aceptara el cambio.

—Aceptalo, que vas a salir libre —insistían las defensoras.

—¿Por qué voy a aceptar si no he hecho nada? —insistí.

Al final me resigné y entendí que era ese delito o seguía tras las rejas.

Los siguientes minutos fueron tensos. Quien presidía el proceso era un juez que pidió ir a receso. Yo seguía preocupada porque la fiscalía pedía 30 años. Pensé que no me dejarían salir adelante, estudiar, ser una ciudadana con derechos.

Las abogadas entraban comida y me decían que probara un bocado, pero yo solo me ponía a llorar preguntando por qué el sistema es tan injusto. Cuando el juez regresó me dio 15 minutos para que diera mi testimonio. No sé de dónde saqué tanta fuerza y lo resumí. Vi que el juez se quedó admirado escuché acerca de mis sueños y, cuando terminé de hablar, me dijo que creía en cada una de mis palabras.

—¿Sueñas con estudiar? —me dijo viéndome a la cara.

—Sí, yo voy a salir adelante —insistí.

Ese 23 de diciembre lo siento tan bendecido porque gracias a Dios y mis abogadas recuperé mi libertad un día antes de Navidad.

Recuerdo que afuera del juzgado había una multitud que me preguntaba de dónde salía. Yo escuché que me gritaban desde afuera y pensé que esa gente quizás quería agredirme a pedradas. Pero la abogada Berta me dio confianza y pedí a las demás que no se separaran de mí porque tenía miedo. Afuera entendí que toda esa gente estaba ahí para apoyarme.

En ese momento tuve sentimientos encontrados porque sabía que dejaba a las tres compañeras que también son inocentes como yo porque su delito es ser pobre. Recuerdo que mientras estaba detenida ellas veían que daba entrevistas, que mis abogadas llegaban, entonces me preguntaron: ¿cuál es mi sueño?

—Estudiar en la universidad —respondí. ¿Y sus sueños? —les pregunté.

—Mis sueños ya están por lo suelos. Llevo 12 años en prisión. Arruinaron mi vida. ¡Yo estaba en segundo año de estudios universitarios! ¿Qué voy a estudiar? —me dijo una de las llamadas “rusas”.

—Puedes retomar las clases, sé que lo puedes lograr —la animé, pero era triste porque uno no conoce sus derechos y uno se aferra a lo poco que encuentra. Y en la cárcel no hay mucho.

Escuchar eso es tan doloroso porque sé que el sistema les quitó todo tipo de ilusión, pero yo siempre les insistí que nunca es tarde para estudiar y las animé porque merecían recuperar sus vidas.

Reconozco que cuando llegué al penal pensé lo mismo, pero en el transcurso del tiempo me dije: no, yo tengo que salir de aquí y lograr mi objetivo, que era seguir estudiando en la universidad porque soy inocente y voy a salir libre. Aunque lo más duro que pasé ahí en el penal fue que mi familia me abandonara. Eso sí lo sentí un montón porque yo veía a mi alrededor que sus familias venían a visitarlas, a apoyarlas, les decían que creían en ellas. Era duro vivir todos los fines de semana porque la única que me apoyó haciendo visitas, metiendo cosas personales y llevando comida fue mi abuela. Pero de ahí toda mi familia, mi mamá, mis hermanos, me dieron la espalda. Me sentía triste porque esperaba otra reacción de ellos. No me perdonaron que denuncié a mi agresor sexual.

Y contradictoriamente, también me sentía feliz porque empecé a conocer a quienes yo llamo mi otra familia, quienes, aunque no eran de mi sangre, sí estaban pendientes de mí. Eso me daba un consuelo.

Cuando salí de la cárcel ellos fueron quienes estaban conmigo, mis abogadas, las personas de la Colectiva Feminista y mi abuela. Fue una tristeza porque tenía la esperanza de que iba a llegar mi mamá, pero no.

Entonces recuerdo que yo me mantuve positiva que iba a seguir estudiando porque solo había sacado noveno grado y estaba sacando bachillerato a distancia cuando caí detenida.

Al recuperar mi libertad pensé que la falta de apoyo de mi familia me iba a quebrar en un momento. El primer año me deprimí porque me afectó su abandono. No quería seguir estudiando. Pero luego pensé seriamente y dije: no, esto no me tiene que quebrar. Sí tengo una familia y son todas de la Colectiva quienes creyeron en mí y me apoyaron.

Así que nunca perdí el objetivo de estudiar en la universidad.

Me fui a vivir con mi abuela un año, pero, repentinamente, hubo un momento en que ella me rechazó. No sé por qué razón.

—Ya no podés vivir aquí —me dijo.

Fue doloroso porque confié mi vida en ella. No sabía qué iba a ser de mí. ¿Qué voy a ser? ¿Qué será de mis estudios?

Solamente se me ocurrió ir a pedir ayuda a la Colectiva y la organización me ayudó a salir de la casa de mi abuela, me llevaron con otra familia donde estuve dos años y que aproveché para estudiar mi bachillerato. Mi vida seguía el camino que siempre quise: estudiar.

Sin familia a quien acudir, en quien tuve apoyo fue en una de mis abogadas, quien me abrió las puertas de su casa, me dio donde vivir y así seguí mi sueño. Primero fui a estudiar derecho en la UCA. Lo hice por complacer a la gente que pensó que debido a mi vivencia esa era mi vocación. Pero no. De todas las materias, la que aprobé con buena nota fue Trabajo Social porque me identifiqué con el sentido de ponerse en los zapatos de otras personas. Eso me gustó, así que reflexioné y pedí ayuda a la Colectiva para hacerme un examen vocacional. Yo estaba cien por ciento segura que el área que iba conmigo es la medicina. Al final el resultado del examen confirmó lo que sentía en mi corazón y me ayudaron a buscar una universidad donde estudiar pude Licenciatura en Enfermería, que es donde llevo un año. Y soy feliz.

Ahora que veo atrás el dolor que causan a mujeres como nosotros sé que influye el machismo y el hecho de que somos pobres. Me pongo a pensar que en este país hay acusados que han hecho tanto daño a sus semejantes y les dan 20 ó 15 años de prisión; pero, a nosotras, la pena máxima.

El sistema se aprovecha de nosotras. Por eso debemos luchar contra él y pelear por nuestro sueño.

Al analizar las edades de las mujeres procesadas por aborto o casos relacionados en el periodo de 1998 al 2019 del total de 181 casos analizados dentro del sistema judicial se determina que la mayoría de denuncias se realiza en adolescentes y mujeres jóvenes, las que posiblemente tienen poca experiencia y escasos recursos para afrontar un embarazo no deseado o producto del abuso y que, de seguir adelante, se desarrollaría en situación de riesgo.

Las mujeres denunciadas están mayoritariamente en el rango de edad comprendido entre los 21 y 25 años representando un 39.2 % de mujeres procesadas, seguido por mujeres entre 18 y 20 años que representan el 27.6 %, y en menor porcentaje las mujeres entre 26 y 30 años que representan el 15,5%.

Es decir que el 82.3 % son mujeres jóvenes, hasta los 30 años.

A partir de esa edad solo un 9.4 % están en edades superiores, mientras que del restante 8.3 % no se poseen datos sobre su edad.

Más de una de cada cuatro mujeres denunciadas se encuentra en el rango de edad entre 18 y 20 años.